¿En qué etapa está la guerra comercial entre Estados Unidos y China?

En estos días los gobiernos de EEUU y China volvieron a comprometerse a una nueva ronda de negociaciones intentando enfriar la guerra comercial en curso desde hace meses entre las dos grandes potencias de nuestro tiempo. Pero no hay mucho lugar para el optimismo.
Más allá de las proclamas triunfalistas del yanqui Donald Trump, la batalla comercial y tecnológica ya está generando daños a la economía de ambos –y a la economía mundial–; y lo que es peor va entrando en un terreno –el monetario– que desde el punto de vista de la economía capitalista es aún más decisivo.

Trump se regocijó públicamente de que sus medidas acentuaron la desaceleración de la economía china; cree que eso forzará a Pekín a hacer concesiones favorables a EEUU. Pero la disputa arancelaria (impuestos a la importación) ya está pesando también en la economía norteamericana: algunas de las grandes corporaciones yanquis informan la caída de sus ganancias, y un informe publicado esta semana dice que el “recorte” de más de 10.000 empleos anunciado el mes pasado es resultado de las dificultades comerciales creadas por la propia política de Trump. Lo mismo lamentan productores agrarios estadounidenses cuyas ventas a China –principalmente de soja– cayeron debido a las represalias arancelarias de China.

La confrontación se intensificó el 1° de setiembre cuando ambas partes se impusieron mutuamente nuevos aranceles sobre bienes por valor de cientos de miles de millones de dólares. Hacia fines de este año Trump se propone gravar todas las importaciones de China, que sumarían unos 540.000 millones de dólares.
Pero la cosa empieza a pasar de castaño a oscuro porque en agosto China decidió responder al embate de Trump en otro terreno, dejando que la moneda china –el yuan– bajara su valor en un 1,4%. El porcentaje es pequeño, pero sus implicancias son grandes, porque marca una tendencia (especialmente si los chinos hacen más devaluaciones) abaratando las exportaciones chinas y encareciendo y dificultando las de EEUU a China. De hecho, China directamente suspendió sus compras a EEUU (es el principal importador mundial de la soja norteamericana). Para EEUU lo más grave es que la “incertidumbre” mundial provocada por las maniobras arancelarias y cambiarias de las dos potencias hizo caer las acciones de los gigantes tecnológicos yanquis, acentuando globalmente un curso recesivo que tras la crisis iniciada en 2008 nunca se revirtió por completo.

De lo comercial a lo estratégico
En la época histórica del imperialismo –que es la que vivimos– la rivalidad es un rasgo inevitable de las grandes potencias. No sólo buscan alcanzar la hegemonía productiva, comercial, tecnológica y militar, sino que necesitan impedir que sus rivales no equiparen sus avances porque de ello depende que puedan mantener y acrecentar las ganancias de sus propios monopolios. Por eso necesitan permanentemente ampliar sus acuerdos comerciales, desarrollar incesantemente nuevas tecnologías (hoy el 5G, las “tierras raras” con minerales imprescindibles para las nuevas generaciones en comunicación y transporte de datos, etc.) e imponer un riguroso secreto sobre ellas. Y por eso necesitan ampliar y afirmar sus alianzas estratégicas, preparándose para los tiempos en que sus aspiraciones de predominio ya no puedan dirimirse en la mesa de negociaciones.

Por eso el rumbo de enfrentamiento en que están embarcadas las dos mayores potencias del planeta apunta a agravarse. Estados Unidos ya puso aranceles a bienes chinos por cientos de miles de millones de dólares, aumentó las restricciones a la inversión china, y prohibió a algunas empresas chinas hacer negocios con las estadounidenses… Todo para que China cambie sus políticas sobre propiedad intelectual, compre más productos norteamericanos y deje de forzar a las compañías extranjeras a revelar secretos tecnológicos. Trump, que aspira a la reelección en 2020, multiplica sus bravatas y amenazas tratando de potenciar su imagen de “líder fuerte” que enfrenta a China.

Y su contraparte, Xi Jinping lo enfrenta con la intención de liderar el “sueño chino” de la expansión mundial; y para eso avanza hacia la centralización del poder (de hecho ya logró hacer aprobar la reelección indefinida), afirma las pretensiones territoriales de Pekín en el Mar del Sur de China, y teje fuertes alianzas económicas y políticas internacionales alrededor de su proyecto de “Nueva Ruta de la Seda”, del Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura, la Organización de Cooperación de Shanghai y los BRICS. La dirigencia china habla cada vez menos de poder suave y ascenso pacífico: como escribió el oficialista Global Times, “China tiene munición para dar batalla; EEUU sentirá el dolor”. A renglón seguido y como ejemplo de lo anterior, el gobierno chino amenazó con la intervención militar para frenar o aplastar a los manifestantes de Hong Kong, ex colonia británica en la costa de China, detrás de los cuales Pekín denuncia la mano de las potencias occidentales.

La guerra comercial en curso entre EEUU y China no es más que un aspecto de la competencia hegemónica entre las dos mayores potencias del siglo 21, sumándose a una larga serie de conflictos que van recalentando el escenario internacional en su conjunto. Directa o indirectamente las grandes potencias –en pos de los intereses que buscan defender y promover en diversas partes del mundo– intervienen en los conflictos de Ucrania, Venezuela, el Mar del Sur de China, Norcorea, Siria, Irán, Hong Kong, Taiwán…

En América Latina sectores gubernamentales, políticos y académicos tienen distintas visiones sobre el enfrentamiento comercial chino-estadounidense. Algunos creen que es bueno porque imaginan que un creciente bloqueo comercial recíproco entre China y EEUU abriría mercados para las exportaciones latinoamericanas. Los más realistas, en cambio, saben que las tensiones mundiales podrían en realidad dañar los intercambios comerciales, la inversión y las fuentes de trabajo, dado que la región no es ajena a la disputa. No sólo porque volverían a caer los precios de las materias primas y a encarecerse los bienes tecnológicos, sino incluso porque una parte de las reservas latinoamericanas ya está constituida en yuanes (el 30% en el caso de la Argentina), ahora depreciados por la devaluación china. Y también porque la histórica presencia del imperialismo norteamericano por un lado, y las múltiples asociaciones estratégicas que las clases dirigentes latinoamericanas ya han ido anudando con el imperialismo chino, por el otro, no sólo acentuarían la dependencia económica, la debilidad industrial y la reprimarización productiva sino que agravarían los condicionamientos políticos, induciendo mayores alineamientos con uno o con otro, a espaldas de los verdaderos intereses de nuestros pueblos.