¿“Trabajo sexual” o prostitución?

En los documentos y declaraciones de las jornadas de lucha del movimiento de mujeres y feminismo suele leerse la referencia a las mujeres, trans y travestis “en situación de prostitución” y las “trabajadoras sexuales”. Ambas acepciones se refieren a lo mismo, aunque desde posiciones completamente contrapuestas que conviven tensamente dentro del movimiento. De una parte, quienes se autodefinen como abolicionistas se proponen combatir la prostitución, partiendo de las situaciones de vulnerabilidad que viven las prostitutas. De otra parte, desde una posición liberal reclaman que se respete el derecho a utilizar su propio cuerpo y lo muestran como una forma de “empoderamiento”, como un trabajo como cualquier otro.

La organización AMMAR es una ONG de trabajadoras sexuales a favor de que el Estado reconozca (y regule de hecho) el “trabajo sexual” como cualquier otro. Georgina Orellano, su secretaria general, repite en todas las charlas algunos ejes: que la posición de no reconocer que es un trabajo es moralista, porque considera la vagina como algo sagrado cuando es una parte más del cuerpo que puede ser explotada (hay antropólogas liberales que la nombran como “capital erótico”); que es igual o mejor ser prostituta que empleada doméstica o minero, quienes sufren explotación al igual que toda la clase obrera; que la trata no tiene nada que ver con la prostitución y que las que sostienen una postura abolicionista son todas blancas, privilegiadas y académicas puritanas.

La idea de que las abolicionistas son en realidad privilegiadas que no vivieron estas situaciones se cae rápidamente cuando conocemos los casos de Lohana Berkins –referente del movimiento travesti fallecida hace cuatro años– o Graciela Collantes –integrante de AMADH, Asociación de Mujeres Argentinas por los Derechos Humanos–, ambas sobrevivientes de prostitución, de extracto popular, ambas abolicionistas luego de años y años de terribles experiencias. Cuando una las escucha, llega a la conclusión de que la prostitución, lejos de ser una gran oportunidad para las mujeres, es una opción condicionada paradójicamente por la falta de opciones. Del total de personas que ejercen la prostitución, el 90% son mujeres, junto con otra gran parte de la población travesti y trans, que en su mayoría terminan en esa situación por la discriminación social y porque no se cumple el cupo laboral. Por el contrario, la gran mayoría de “consumidores”, “clientes” o prostituyentes son varones.

Lejos de no tener consecuencias para el cuerpo, como pregona AMMAR y el regulacionismo, la amplia mayoría que no tiene la posibilidad de estar en su departamento ni ser “VIP”, las que están en la calle, en la ruta, o proxeneteadas, enfrentan las peores condiciones, desde el acoso constante de la policía, y una diversidad de prostituyentes en el que cada encierro en una habitación implican exponerse a que el tipo te pegue, te viole, no respete el acuerdo, te tire unos mangos más para no ponerse preservativo o simplemente no te pregunte si te gusta o no lo que está haciendo. Y en el caso de las que están en las zonas más marginales, donde la tarifa es menor (y menor aún cuando no respondés al modelo hegemónico de belleza), o en los prostíbulos, para llegar a fin de mes pasan por 10 a 30 hombres por día.

En la parte física, según las propias sobrevivientes de prostitución, las consecuencias van desde enfermedades de transmisión sexual, inflamación crónica de la vulva, cáncer de útero, cáncer de mama por operaciones baratas para responder a ese modelo que en teoría dejaría mayores ganancias, entre otras. En la parte psíquica, trastorno de ansiedad, stress, depresión, y la lista sigue. Además, gracias a la doble moral social, se le suma la presión de esconderle tu ocupación a tu familia, a tus hijos, ya que siempre se condena a las mujeres y nunca a los prostituyentes.

Estas consecuencias no se deben solamente al “estigma”, como pregona AMMAR, sino que responden a que esta práctica encierra en su esencia una relación desigual entre las partes, en donde la persona que paga tiene derecho a disfrutar su sexualidad (y sobretodo su poder por sobre la otra persona) subordinando y anulando la sexualidad de la que cobra para tener un plato de comida.

En cualquier trabajo uno vende su fuerza de trabajo, es verdad. Nadie puede romantizar el empleo doméstico o las condiciones de superexplotación en muchos oficios, de hecho hay que combatirlas. Justamente la alienación en el trabajo, que desarrolla perfectamente Marx en “El Capital”, expone cómo la alienación de un obrero sucede cuando sus condiciones de explotación son tales que no puede disociarse a sí mismo de la máquina con la que trabaja, cuando pasa a ser un eslabón más de la cadena de producción, es decir cuando deja de ser un “ser” para convertirse en un medio de producción. Sin embargo, gracias a la lucha incansable del movimiento obrero, muchas de esas condiciones han sido mejoradas, aunque siga prevaleciendo la relación de explotación. Y aunque cueste porque este sistema cada vez empeora más, unx puede salir de su trabajo y disociarse del producto que haya elaborado o del servicio que haya sostenido.

La persona prostituida es a su vez la mercancía, el medio de producción. Es indisociable. No pone sólo su fuerza de trabajo, ni sus partes del cuerpo, pone todo su ser, es la persona penetrada una y mil veces, una y mil veces despojada de su propia sexualidad. Por eso algunas legislaciones, inclusive en el capitalismo, considera delito que un tercero te explote sexualmente, porque implicaría considerarse dueño del medio de producción que en este caso sería la persona prostituida. Cualquier parecido con el esclavismo, no es pura coincidencia.

Ahora bien, ¿podemos afirmar que hay un sector que no la pasa tan mal ni sufre necesariamente violencia, y por tener otras posibilidades, o un estereotipo cercano al modelo hegemónico, o provenir de un sector más acomodado, logra “elegir” sus clientes, poner determinadas condiciones? Seguramente. Pero es una ínfima minoría. Minoría que de todas formas no deja de anular parte de su sexualidad por el simple hecho que si no fuera porque le pagan no estaría con esa persona. Y, de todas formas, esa no es la realidad de las miles de mujeres, trans y travestis en las rutas, en los barrios y provincias más precarizadas. Lo paradójico es que en esa minoría es en la que se ampara toda la red que impulsa la regulación del trabajo sexual (inclusive con lógicas meritocráticas), porque necesitan vender ese modelo para que la prostitución sea aceptada socialmente. Estas redes son internacionales, como la red Trasex, integrada por AMMAR y financiada por empresarios como Soros, entre otros.