El papa Francisco visitó Cuba durante cuatro días y partió de allí a Estados Unidos. Las dos escalas de su viaje sintetizan el gran objetivo que marca su reinado: recuperar la influencia de la Iglesia Católica en el mundo tras un largo período de declinación marcado por la corrupción en el banco vaticano, innumerables casos de pedofilia, disminución de las vocaciones sacerdotales, etc. Su empeño en promover la “reconciliación” entre Cuba y Estados Unidos y el fin del bloqueo económico norteamericano busca posicionar al Vaticano como mediador en la solución de importantes conflictos internacionales.
“Anti-ideologismo” ideológico
En su discurso en Cuba Francisco criticó a las “ideologías”. “Nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino a las personas”, afirmó, sugiriendo que el enfrentamiento entre La Habana y Washington es producto de un mero empecinamiento ideológico, y que la Iglesia estaría por encima y más allá de las “ideologías”.
Pero Francisco es el Papa: es el jefe de un Estado (el Vaticano) constituido específicamente para promover una ideología en particular, la de la religión católica, y sus concepciones –históricamente conservadoras y retrógradas– sobre la vida humana, las clases sociales, la explotación capitalista, la dominación imperialista, el trabajo, la familia, la opresión de la mujer, el aborto, etc.
Sus discursos, y los destinos mismos de su gira, fueron parte de una agenda política y de un verdadero programa ideológico-religioso. Francisco apunta a posicionarse como una especie de “canciller global”, mostrándose como artífice o promotor de procesos de paz; fue en ese sentido que aludió, por ejemplo, a las negociaciones entre las FARC y el gobierno de Colombia que se desarrollan justamente en La Habana (y en las que la fuerza guerrillera está a un paso de abandonar el camino armado a cambio de algunas concesiones jurídicas y políticas del mismo estado oligárquico y genocida al que combatió por medio siglo).
Presidida por la efigie de Cristo muy próxima a la escultura de homenaje al Che, la homilía de Francisco en La Habana fue una parte sustancial de su mensaje ideológico. En su momento Francisco, cuando aún era sólo conocido como Bergoglio, ya había publicado escritos sobre conversaciones entre Fidel Castro y el Papa Juan Pablo II, en el mismo sentido de buscar conciliar cristianismo y marxismo.
Esta unión de las figuras de Cristo y el Che apunta a diluir la ideología comunista y la práctica revolucionaria y antiimperialista del Che. A diluir la necesidad de la revolución y de la construcción del “hombre nuevo” que el Che levantaba, muy lejos tanto del “hombre” abstracto de la teología vaticana –aún en la versión “social” de Bergoglio–, como de la “lucha de ideas” que preconiza la conducción cubana como legitimación de la restauración capitalista y de las reformas privatizadoras ya operadas o en marcha desde hace muchos años en la isla.
La reactivación de la religiosidad popular con la visita papal en Cuba reflejó no tanto los logros de Francisco, sino más bien una actitud frente al abandono de las posiciones antiimperialistas e incluso antiyanquis por la dirección cubana.
Motorizar el acuerdo Cuba-Estados Unidos
Francisco criticó con suavidad al régimen cubano acusándolo de imponer un “discurso único” y deslizando alusiones a la represión contra la oposición burguesa liberal. Su apuesta estratégica es favorecer y acelerar la transición de Cuba hacia un régimen electoral y parlamentario. En su diálogo con el Papa, el presidente Raúl Castro se comprometió a perseverar en el camino de la liberalización del régimen.
A cambio, Francisco le hizo una visita cordial a Fidel –quien había avalado el rol del Papa en la aproximación con Obama– y no recibió a la oposición liberal de Cuba, al tiempo que prometió interceder para que Estados Unidos levante el bloqueo impuesto contra la isla hace más de medio siglo. Desde ya, todas las alusiones a los orígenes del bloqueo yanqui contra Cuba se redujeron a vagas referencias a un “conflicto histórico” entre los dos países, eludiendo mencionar la histórica revolución popular que en enero de 1959 volteó a la infame tiranía proyanqui de Fulgencio Batista y recuperó para Cuba la soberanía sobre las palancas estratégicas de su economía, y velando que desde octubre de 1960 el imperialismo norteamericano intentó con ese infame bloqueo asfixiar al pueblo cubano, aplastar la revolución y restablecer la situación semicolonial que lo oprimía.
Para la conducción cubana, su interés en el levantamiento del bloqueo de Washington probablemente no responda tanto a la conveniencia de restablecer el intercambio comercial con EEUU y las inversiones yanquis en la isla, sino a su necesidad de avanzar en la distensión política en la región para facilitar la “asociación estratégica” que el gobierno de La Habana ya viene promoviendo con los imperialismos Rusia y China. Probablemente es por eso que sectores considerables de la burguesía monopolista yanqui se oponen a levantar el bloqueo, a pesar a los relativos beneficios comerciales que el desbloqueo podría reportarles a los exportadores norteamericanos.