¿Quién ganó la “década ganada” que proclama Correa?

Rafael Correa ejerció tres mandatos entre 2007 y 2017. En nombre de la “Revolución ciudadana” y el “socialismo del buen vivir”, vino a cerrar un largo período de inestabilidad política: los tres presidentes que lo precedieron –Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez– terminaron volteados por gigantescas movilizaciones populares contra sus políticas privatizadoras, entreguistas y hambreadoras. Con programas asistencialistas y de fomento del consumo financiadas con préstamos chinos y con la bonanza petrolera (enormes fondos que no se direccionaron al desarrollo industrial independiente ni al ahorro interno), y con una relativa toma de distancia del imperialismo yanqui, Correa supo obtener un respaldo electoral mayoritario, lograr la “estabilidad política” y timonear la rebeldía social para que no se convirtiera en una revolución popular, es decir en destrucción del Estado oligárquico-imperialista.

El control de un amplio aparato de medios conformado por diarios, radios y canales estatales le permitió autoaplaudirse por la relativa reducción de la pobreza, que se mantuvo hasta el 2014 no en base a la diversificación productiva e industrial sino a planes y relativas mejoras sociales. Al mismo tiempo la oligarquía terrateniente, minera, empresarial y bancaria y los nuevos ricos de Alianza País asociados al imperialismo chino y a capitales europeos obtuvieron ganancias siderales, que obviamente no entraron en la redistribución del ingreso.
Así se delineó lo que el correísmo llama una “Década ganada” en la que anota las mejoras en salud y educación, crecimiento económico, realización de grandes obras de infraestructura, un relativo relajamiento de la dependencia respecto del imperialismo yanqui, y el impulso a la “cooperación Sur-Sur” con América latina (y con China, un imperialismo al que también ubican en el “Sur”). El salario básico aumentó de 160 a 375 dólares (lo que en la Argentina equivaldría a pasar de $2.560 a $6.000), y se implementó el Bono de Desarrollo Humano, un subsidio estatal a los pobres.

Los altos precios que temporariamente obtuvo de sus exportaciones petroleras le permitieron encarar grandes inversiones en rutas y en el mejoramiento de algunos servicios públicos. A esto Correa lo llama “transformaciones estructurales”.

Se proclamó una mayor autonomía nacional, especialmente con el cierre de la base militar estadounidense en Manta y el estrechamiento de vínculos con China, Rusia, Irán y otros países que no se subordinan a Washington. Pero lo que hubo no fue autonomía sino un redireccionamiento de la dependencia. Desde que PetroChina (el brazo público de la estatal China National Petroleum Corp –CNPC–) ofreció a Petroecuador los primeros 1.000 millones de dólares en financiamiento a mediados del 2009, China llegó a dominar la comercialización de los 360.000 barriles de petróleo diarios que Ecuador exportaba. En abril del 2010, compañías chinas estaban recibiendo el 30% de las exportaciones ecuatorianas de crudo. Un año más tarde recibían el 60%. Y en 2013 las petroleras estatales chinas recibían el 83% de las exportaciones de petróleo de Ecuador. Para entonces el financiamiento chino a Ecuador llegaba a casi 9.000 millones de dólares, un 11% del PIB del país.

Así, el correísmo hizo que el petróleo ecuatoriano no sea un instrumento de independencia y soberanía económica sino apenas un medio para pagar la deuda externa con China. Firmas chinas participan ya en yacimientos petroleros y en un proyecto de refinería.
Así se entiende que, ahogado por el déficit fiscal, Correa haya depuesto sus proclamas ambientalistas y de lucha contra el cambio climático, llegando a reprimir grandes manifestaciones de protesta de grupos indígenas y ecologistas para dar vía libre a las petroleras y mineras chinas, especialmente en el proyecto de explotación petrolera en el Parque Nacional Yasuní.

Y por eso, inevitablemente, llegó el desgaste. Rafael Correa deja un país polarizado entre correístas y anticorreístas (no entre las mayorías populares y las minorías oligárquico-imperialistas) y una economía en fuerte caída debido al abrupto bajón del precio del petróleo y al fortalecimiento del dólar. En 1999 los gobiernos oligárquicos habían destruido la moneda propia de Ecuador e impusieron la dolarización; después de 10 años de Correa el dólar sigue siendo la moneda oficial, lo que ata la economía ecuatoriana a los dictados financieros del imperialismo (no sólo del yanqui) y le impide desarrollar una política monetaria soberana.
Revolución desde ya no hubo –ni “ciudadana” ni verdadera– porque el aparato estatal oligárquico-imperialista en Ecuador sigue intacto. Y con el desgaste político vino la represión: se restringió la democracia, se aprobaron leyes represivas y se persiguió duramente a los partidos y movimientos sociales indigenistas, estudiantiles y de izquierda que en 2006 respaldaron e hicieron posible el triunfo electoral de Correa y después tomaron distancia del gobierno. Se frustraron las expectativas que amplios sectores populares habían depositado en Correa, y eso facilita la recuperación de la derecha liberal.

Como el de los Kirchner, el de Correa no fue un gobierno “nacional” ni “popular”, y menos todavía “de izquierda”. Los ganadores de la “década ganada” fueron pocos: los grandes grupos oligárquicos, los bancos y las corporaciones industriales chinas, y el capital financiero internacional en general. Las mayorías populares están lejos de conservar las simpatías que alguna vez tuvieron por el correísmo. Y ahora, la única opción real para pueblo en busca de una salida liberadora es rechazar ambas alternativas que se presentan en la segunda vuelta.