El atardecer del 29 de mayo de 1969 cayó sobre un paisaje impensado en Córdoba: aquí y allá columnas de humo, el Jockey Club y las oficinas del monopolio Xerox destrozados, autos quemados, grupos reuniéndose o dispersándose en una ciudad paralizada, acompasados por un silencio cargado de tensión ante el avance de las tropas por sus calles. Era el saldo de una jornada que se prolongaría en el estampido de disparos nocturnos y la lucha de los estudiantes del Barrio Clínicas hasta entrada la mañana del 30.
También impensados para el país eran los sucesos vividos. Tras los primeros enfrentamientos estudiantiles, la dictadura de Onganía parecía transitar una meseta donde “no pasaba nada” y tener garantizados los años venideros para quedarse.
Pero el odio que se había ido incubando –el “polvorín” dispuesto a arder a la primera chispa, como habían anunciado los comunistas revolucionarios– emergió ese mayo ya en los días previos. En Corrientes y Rosario, tras los asesinatos de los estudiantes Juan José Cabral y Adolfo Ramón Bello, se habían reunido en el repudio obreros y estudiantes en multitudinarias marchas. Y la chispa había prendido también en Tucumán.
Sin embargo, el Cordobazo fue más lejos: hizo de la ciudad un campo de batalla contra la dictadura y sacudió las entrañas de ésta con una herida mortal. Y fue la hegemonía de la clase obrera en el estallido lo que hizo la diferencia.
Hegemonía que nació no sólo del odio hacia la política antiobrera del onganiato, sino del debate y el trabajo previos en las fábricas y talleres, y en las herramientas imprescindibles de la clase obrera para su lucha: los cuerpos de delegados y las comisiones internas, así como los sindicatos, cuya dirección el clasismo empezaba a disputar desde las fábricas.
La masiva participación y la combatividad del proletariado y el pueblo cordobés desbordó y fue más allá de los planes de los sectores de las clases dominantes que querían instrumentar la jornada para un recambio de Onganía por Lanusse, en el marco de la disputa de los yanquis y el socialimperialismo soviético por el control del país.
Un proletariado, el mejor pago de la Argentina por entonces, que discutía las reivindicaciones sindicales sin desvincularlas de la política. Al que el golpe dictatorial y la proscripción del peronismo en el país, y el auge de las luchas obreras y estudiantiles a nivel mundial servían de marco y estímulo en la batalla. (La Revolución Cultural Proletaria en China, la Revolución Cubana, el Mayo Francés eran seguidos y comentados en la Universidad y en las fábricas).
Las columnas que habían salido desde distintos puntos fabriles el 29 por la mañana, habían avanzado librando puntuales batallas contra la policía, y pensaban reunirse en el centro, iban preparadas y dispuestas a la lucha. Por eso, cuando la noticia de que en uno de esos enfrentamientos Máximo Mena había caído asesinado recorrió las filas, la indignación fue la chispa que hizo arder el polvorín y cambió el curso de la batalla. Con la policía derrotada, obreros, estudiantes y todo el pueblo fueron dueños de la cuidad.
El Cordobazo, hegemonizado por la clase obrera, mostró posible lo que parecía imposible. Y fue mucho más allá de la jornada: estimuló el crecimiento de la lucha, no para cambiar a un dictador por otro, sino para terminar con la dictadura, y alumbró el camino para la revolución. La chispa se mantuvo encendida en las fábricas, desarrolló el clasismo y fraguó en organización, abriendo en Córdoba procesos como los de Perdriel, Sitrac-Sitram y el triunfo de la Lista Marrón que con René Salamanca llevó al clasismo a la conducción del SMATA.
El Cordobazo es historia, pero es también presente como enseñanza y experiencia acumulada de una clase que todavía no alcanzó sus objetivos.
Los días previos
El 12 de mayo de 1969 la dictadura de Onganía decretaba la eliminación del sábado inglés, beneficio por el cual los obreros cobraban la jornada entera los sábados y trabajaban medio día. Medida antiobrera que se sumaba a la política antipopular y represiva que la dictadura venía aplicando desde su asunción en 1966, en beneficio de la concentración del capital, de los terratenientes y de los capitales extranjeros.
Dos días después, el 14, una asamblea de más de 6.000 trabajadores mecánicos cordobeses apuraba el paro. Elpidio Torres (SMATA) avaló la movilización; las disputas dentro de la dictadura y las clases dominantes, que impulsaban un recambio de Onganía por Lanusse, aventaron el calor que venía desde abajo. La asamblea terminó con la represión policial y una prolongada batalla callejera que anticipó la jornada venidera.
Finalmente en Córdoba se resolvió un paro para el 29 con movilización, anticipándose un día al paro nacional convocado por la CGT y la CGTA. Desde las bases se exigía que fuera activo, como fue el caso de los obreros de Perdriel. Agustín Tosco (Luz y Fuerza) tuvo entre sus tareas la coordinación con el movimiento estudiantil.
Los días previos fueron de intensa actividad. Decenas de movilizaciones de obreros y de estudiantes recorrieron la ciudad, mientras en las fábricas se preparaban para enfrentar cualquier acción represiva el día de la marcha. Una asamblea de 10.000 estudiantes en la noche del 28, con impulso de los comunistas revolucionarios, resolvía confluir dentro de las columnas obreras al día siguiente. La FUA, dirigida por Jorge Rocha, había dispuesto paro estudiantil para el 29.
El 29 de mayo estalló el polvorín reseco bajo los pies de la dictadura y se convirtió en una jornada que hizo historia.